Los ataúdes colgantes de Sagada

Almas cerca al cielo.

Los ataudes colgantes de Sagada

Viajar es una actividad que no solo genera placer por el hecho de alejarnos de una cotidianeidad que muchas veces nos resulta agobiante; es también una manera de conocer culturas nuevas y acercarnos a diferentes maneras de ver el mundo, lo que llamamos cosmovisión.

Una de estas maneras peculiares de ver y entender la vida y la muerte se encuentra en Filipinas, en el municipio de Sagada, para ser más precisos, en donde existe una práctica funeraria que ha persistido por más de 2.000 años cultivada por la tribu de los Igorot. Nos referimos a los ataúdes colgantes de sagada.

Los igorot

En la isla de Luzón está ubicado el municipio de Sagada, una zona a la que es difícil acceder por carretera. Es en este lugar donde se ubica el Valle de Mountain, el cual destaca por el verdor de sus paisajes, sus abundantes arrozales y por ser el hogar de la tribu Igorot, nombre que, traducido, significa “gente de la montaña”.

Esta comunidad ha mantenido durante 2.000 años una tradición por demás llamativa que tiene que ver con la muerte y su simbología, aunque son solo los más ancianos quienes la practican en la actualidad, la cual consiste en colgar los ataúdes de sus parientes fallecidos en los acantilados de las montañas.

Esta tradición tiene fundamentos tanto místicos como materiales, los mismos que afirman que cuanto más alto esté el ataúd más fácil será para el difunto alcanzar el cielo.

En cuanto a las razones más prácticas, afirman que esta modalidad de establecer cementerios, permite dejar territorio libre para dedicarlos a los cultivos, a la vez que protege los restos humanos de las bestias depredadoras.

El ritual

Los ataúdes son fabricados de madera, de forma netamente artesanal. El difunto es vestido de una forma muy llamativa para que sus familiares en el cielo puedan reconocerlo fácilmente. El cuerpo es colocado dentro del ataúd en posición fetal con el fin de cerrar el círculo vida – muerte.

Entre los Igorot aún persiste la creencia de no enterrar al difunto tan prontamente, sino, por el contrario, velarlo durante algunos días con la finalidad de que los fluidos corporales sean expulsados, porque juntamente a ellos, toda la bondad y la suerte del fallecido se transmite a su familia.

Posteriormente, los ataúdes son izados a los lados de los acantilados en donde se procede a amarrarlos o clavarlos en las enormes rocas que forman las montañas. Este ritual se lleva a cabo en el Valle de Echo, de preferencia en las zonas más soleadas, pues el sol contribuye a “dar vida” al alma del difunto. Como observación final, junto a los ataúdes también se cuelgan las sillas que pertenecían al fallecido.

Los últimos 200

En la actualidad, el turista puede observar en los acantilados un aproximado de 200 ataúdes con una antigüedad de 500 años, increíbles sobrevivientes a todo tipo de desastres naturales.

Al día de hoy, esta costumbre ha perdido vigencia, pues las nuevas generaciones son más convencionales en sus costumbres y prefieren enterrar a sus parientes en cementerios comunes.